En lo profundo de la sabana, bajo un sol inclemente, reinaba la manada de los Leones de Melena Rojiza. Sus líderes, tres machos con melenas tan ardientes como el atardecer, eran conocidos por su imponente gordura y su envidia voraz.
El rugido de los tres Rojizos no era un llamado a la unidad, sino una constante orden. "¡Deben cazar más! ¡Nuestras panzas no se llenan solas!", atronaba el mayor, Pansa-Gorda, mientras se recostaba sobre la última gacela cazada. "¡Deben ser fuertes! ¡La debilidad no alimenta al orgullo de los Rojizos!", coreaba el mediano. Y el tercero, Ojo-Ácido, gruñía: "¡Deben resistir las plagas de la selva y las sequías! ¡Un león de Melena Roja nunca flaquea!"
La realidad era muy distinta. La manada, famélica y agotada, cazaba sin descanso. La escasa carne que quedaba tras el festín de los líderes era apenas un bocado para los demás. La tristeza y el murmullo de la queja se habían convertido en la sombra silenciosa de la manada.
La Llegada del León Ceniza
Un día, llegó a la manada un león joven y fuerte, de pelaje color ceniza y una melena más modesta. Su nombre era Kito, y su método era simple: Cazaba, pero también compartía equitativamente.
Mientras los Rojizos devoraban, Kito se sentaba con los leones más viejos y las leonas fatigadas. Les escuchaba, les conversaba sobre las mejores rutas de caza y les enseñaba cómo optimizar el esfuerzo. Su ración era siempre la más austera, lo suficiente para mantenerse ágil, por lo que jamás engordaba.
La manada, que antes solo conocía el miedo y la orden, ahora conocía el ronroneo de la aceptación. Seguían a Kito a las zonas de pastoreo con una lealtad que no se ganaba con rugidos, sino con respeto. La manada debilitada comenzó a sanar y a recuperar su fuerza.
La Guerra de las Trampas
Los tres Rojizos no tardaron en notar la nueva atmósfera. Su envidia se transformó en una furia destructiva.
"¡Ese flaco nos está quitando el trono!", aulló Pansa-Gorda.
Decidieron eliminar a Kito con trampas. Cada noche, los Rojizos y sus escasos seguidores cavaban grandes zanjas ocultas (cabhyevis) en el camino que Kito usaba para guiar a las leonas. Destruían los senderos marcados.
Pero Kito era astuto. Al amanecer, no solo evitaba las trampas, sino que las señalaba y explicaba a la manada: "Ven, amigo. Este camino está roto. Fue obra de la pereza y el miedo. Pero la fuerza se encuentra en la unidad, no en los agujeros." Con sus patas, alisaba la tierra y realizaba el sendero de nuevo, más visible que antes.
La Decisión Final
La manada observaba: a un lado, tres machos obesos, que solo tomaban y destruían, y cuya única "fuerza" residía en sus rugidos de control. Al otro, Kito, magro, justo, que trabajaba más de lo que consumía y que les daba esperanza.
Un día, la sequía golpeó con más dureza. Kito había guiado a la manada a un pozo de agua que había descubierto con astucia, asegurando la supervivencia. Los Rojizos, sin embargo, se habían quedado cerca de su guarida, esperando que la carne viniera a ellos.
Cuando los Rojizos se acercaron al pozo, exigiendo el paso y el agua, la manada no se apartó. El león Ojo-Ácido rugió: "¡Apártense! ¡Somos los Melenas Rojizas! ¡El agua es nuestra!"
Pero una leona, la más anciana, dio un paso adelante. Miró a la panza temblorosa de Pansa-Gorda y declaró con voz clara y firme, ante el asentimiento de todos:
"No hay más perdón para la gordura que se alimenta de nuestra debilidad. La manada ha encontrado a su verdadero líder. Vuestras trampas solo nos enseñaron el camino recto. Idos."
El silencio fue más poderoso que cualquier rugido. Los Rojizos, sin la fuerza de la manada que los temiera, se sintieron por primera vez débiles y solos.
Tuvieron que marcharse, arrastrando sus pesadas panzas lejos de la manada que se había fortalecido, no por orden, sino por respeto y justicia, bajo el liderazgo del león que no engordaba porque su ración era austera.
Fin del Cuento.
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